La imaginación de Emil Ferris
Lo que más me gustan son los monstruos
Hola a todas,
desde pequeña he tenido una relación muy especial con el terror. Mis padres me dejaron pocas herencias culturales, pero sí recuerdo noches de películas de monstruos, vampiros y criaturas que me fascinaban más de lo que me asustaban. Quizá por eso empatizo tanto con Karen Reyes, la protagonista de Lo que más me gustan son los monstruos, la deslumbrante novela gráfica de Emil Ferris.
Karen es una niña de diez años que vive en la Chicago de los años 60, una ciudad marcada por la segregación racial, la pobreza y la violencia urbana, pero también vibrante de música y cultura popular. Entre blues, barrios tensos y la lucha por los derechos civiles, Karen se refugia en su cuaderno de dibujo. Allí se dibuja a sí misma como una niña lobo, mitad monstruo mitad superviviente, porque en esa máscara encuentra un lugar para existir.
La mirada de Emil Ferris capta a la perfección cómo la imaginación no niega la dureza del mundo, sino que la transforma. Donde otros ven un entorno hostil, Karen ve criaturas fantásticas. Allí donde los adultos imponen miedo o injusticia, ella despliega un bestiario propio que la protege. La infancia en contextos difíciles no siempre tiene palabras, pero sí imágenes: monstruos que se vuelven cómplices.
El dibujo en esta obra es un homenaje en sí mismo: páginas atiborradas de trazos, garabatos, referencias al cómic Pulp y al arte clásico. Es un libro que transpira amor por la cultura popular y por esa capacidad infantil de inventarse otra vida cuando la propia duele demasiado.
Quizá por eso me resulta tan cercano. Pienso en esas pelis de terror que veía de niña y en cómo, más que dar miedo, me enseñaban que lo extraño, lo raro o lo monstruoso podía ser también una forma de identidad. Que a veces lo que nos salva no es la normalidad, sino lo que imaginamos en los márgenes.
La monstruosidad femenina, que tanto demonizan ciertas películas de terror, se me impregnó como una liberación: una manera de pertenecerme sin pertenecer, y también de presentarme al mundo bajo mis propias normas, aunque fueran imaginadas.
En ese sentido, Emil Ferris se siente un poco como la Elisabeth de Guillermo del Toro: alguien que se reconoce en la criatura, que encuentra en lo monstruoso un espacio de vulnerabilidad y comprensión.
Como en Frankenstein, el espejo no está en el horror sino en la ternura que despierta.
La soledad y el no encajar nos alejan de los demás, pero también nos obligan a inventar una forma de estar en el mundo.
Karen huye de su realidad usando como vehículo aquello con lo que se siente identificada: los monstruos clásicos.
El terror cotidiano se ve paliado por los monstruos de la ficción, esos que sienten la soledad y el abandono y nos tienden la mano.
Lo que más me gustan son los monstruos es, al final, un libro sobre cómo sobrevivir con imaginación. Sobre cómo, frente a una ciudad dura y una infancia marcada por la violencia y el silencio, se puede inventar un refugio a través del arte y la imaginación. Y sobre cómo esos refugios, aunque estén hechos de monstruos, pueden ser los lugares más humanos de todos.
Al leer a Ferris pienso también en las palabras de Haku a Chihiro:
“Nada de lo que sucede se olvida jamás, incluso si no puedes recordarlo.”
Quizá los monstruos sean precisamente eso: recuerdos de lo que fuimos, de lo que temimos y de lo que, contra todo pronóstico, nos salvó.
Gracias por leer hasta aquí.
Con cariño,
Jessica y Carla
Reinas y Repollos
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